Por pablo D., '27

Viernes 16 de septiembre de 2022 por la noche, estoy haciendo las maletas para mi peregrinaje a Santiago de Compostela, en Galicia, España. Es una tradición en mi escuela que todos los estudiantes de último año comiencen su último año de escuela embarcándose en el "Camino de Santiago". Cuatro días caminando un total de 135 kilómetros para llegar a nuestro destino. Nos han dicho que llevemos poco equipaje, una mochila voluminosa y pesada nos frenará, pero que estemos preparados para: cambios de tiempo (ropa ligera, una chaqueta, poncho para la lluvia) ampollas y dolor de pies (muchos calcetines, zapatos de repuesto, vendas, antisépticos) y agotamiento físico (frutos secos, barritas de cereales, botellas de agua de repuesto). Miro mi mochila compacta y pienso... va a ser una noche larga.

Mientras me concentro en la tarea que tengo entre manos, empaquetando, desempaquetando y reajustando con cuidado los objetos, intentando que encajen, se me ocurre que nosotros hacemos lo mismo en la vida. La mochila que llevamos en nuestro viaje también debe ir ligera para que sea fácil de transportar, y también debe ir equipada con todo lo que necesitaremos para afrontar con éxito lo inesperado; para estar preparados para cualquier cosa que se nos presente, y esto me hizo pensar: "¿Qué llevo en la mochila?".

La primera vez que elegí conscientemente un objeto para empacar fue en primer curso. Recuerdo que, mientras escuchaba a mi profesora insistir en la importancia del "buen comportamiento", mi interés se centraba en el yoyó transparente con luces parpadeantes que se entregaría al alumno que más méritos obtuviera a final de mes. Tenía un objetivo y pensaba trabajar diligentemente para conseguirlo, y lo conseguí. Esa sensación de éxito fue tan satisfactoria, tan gratificante, que marcó un camino que seguiría de ahí en adelante.

Tenía doce años cuando hice un cambio deliberado de artículos en mi mochila. Siempre había jugado al fútbol, todos lo hacíamos, es el deporte de moda aquí en España, así que muchos se sorprendieron cuando decidí dedicarme al rugby. Mi decisión se basó en encontrar un deporte que no sólo se ajustara a mis capacidades físicas y a mi potencial, sino que, lo que es más importante, reflejara quién soy. En el rugby no hay superestrellas, tanto la victoria como la derrota son propiedad del equipo, con un intenso espíritu de camaradería. Llevo cinco años jugando a nivel federado y todos los valores que encarna este deporte -integridad, pasión, solidaridad, disciplina, compromiso y respeto- han encontrado un hogar permanente en mi mochila.

Llegó un momento en que me di cuenta de que me faltaba algo. No era capaz de ponerle nombre, pero lo buscaba en determinadas situaciones, y no estaba allí. Mi decisión de hacer el noveno curso de bachillerato en el extranjero, en Nueva Jersey, me llevó a descubrir qué era. Tuve que aprender a exponerme para que la gente, fuera de mi círculo, me conociera. Tuve que abrirme a hacer nuevas conexiones y prepararme para un posible rechazo saliendo de mi zona de confort. Esta experiencia marcó un antes y un después en mi vida por el que estaré eternamente agradecida.

Es la una de la madrugada y por fin he terminado de hacer la maleta; apretada, pero tengo todo lo que voy a necesitar. En cuanto a mi otra mochila, hago una rápida comprobación mental: un impulso orientado a objetivos, acciones coherentes con mi carácter, la capacidad de abrirme a experiencias nuevas y enriquecedoras y aprender de ellas y otros elementos, cuidadosamente metidos ahí. ¿Estoy preparado para lo que me espera? Creo que sí, y lo mejor es que he dejado espacio para mucho más.

Comentarios del Comité de Admisiones

En el ensayo de Pablo, el acto de hacer las maletas para una peregrinación se convierte en una metáfora de la forma en que los seres humanos acumulan experiencias en el viaje de su vida y de lo que podemos aprender de ellas. A medida que acompañamos a Pablo a través de las diversas fases de su vida, vamos conociendo mejor su carácter y sus valores. Aprendemos que Pablo es decidido ante los retos y está comprometido con su propio crecimiento personal. Su disposición a aceptar el cambio y su entusiasmo por el camino que tiene por delante iluminan su optimismo y sus ansias de futuro. Los alumnos de Hopkins siempre están dispuestos a afrontar retos y les encanta aceptar cosas nuevas y diferentes. A través de su ensayo, Pablo pinta un vívido retrato de alguien que está ansioso por salir de su zona de confort, lo que le hace sentirse como en casa en nuestra comunidad de pensadores de futuro.

"Después de escribir esta redacción, tenía una visión más clara de mis puntos fuertes -impulso personal, capacidad para tomar decisiones coherentes y realistas, no tener miedo a ampliar mi zona de confort para aceptar y descubrir cosas nuevas sobre mí misma- que me convertirían en una candidata viable para la universidad. Decidí destacar esos puntos fuertes en el proceso de admisión".

Pablo D.